sábado, 7 de marzo de 2015

El Campo protector


Vetusta Blues. –“El campo protector”


La ciudad parece querer desperezarse de su letargo invernal con los primeros tímidos rayos de sol. El mes de febrero oscureció el cielo ovetense con la mayor pluviosidad desde que se conservan los registros actuales y miramos a la bóveda azul con la misma esperanza de que se resuelvan muchos de los problemas que atenazan a la ciudad. Antes de abrir para que entre el aire por las enormes claraboyas a través de las que la luz invade mi casa, contemplo a un hermoso petirrojo aleteando, frenético, tratando de mantenerse en el aire. Suena en mi equipo “La voz de él”, enorme canción del no menos grandioso nuevo disco de Havalina. Es el momento de encaminar mis pasos hacia el Campo de San Francisco y embriagarse de su luz, sus aromas, su visión, que incitan a la mente a abrirse a los pensamientos.

Entre los grandes desconocidos de los ovetenses, poco dados a valorar como se merecen sus tesoros, el pulmón de la ciudad se erige como uno de los más ignorados. La antesala de la primavera y un día soleado son ideales para perderse en sus paseos, para dejarse llevar y olvidarse de las urgencias de este período preelectoral tan cansino, a la busca de protagonismo mediático al –caro- precio que sea. Disfrutar del deambular de los patos en el estanque, con sus múltiples colores, tan distintos de los estereotipados cisnes, indiferentes a la colonización incesante de las estúpidas palomas… Algunos imponen sus cánones de belleza, de vida, pretendiendo una masa de estandarizados cisnes, torpones a la busca de una admiración que se congela en unas formas talladas sin libertad. Los patos… ¡esos sí que nos cautivan! Con su explosión de colores o de grises, con esa capacidad suya de adaptación que sólo los todoterrenos son capaces de mostrar: tierra, agua, aire.

Benefactor Campo de San Francisco, donde los operarios -ya no sé si llamarlos municipales, dadas las fronteras difusas de público y privado que asolan a la ciudad- se esmeran en echar tierra nueva para hacer revivir a este lugar maravilloso, bendición para los ovetenses. Entre las múltiples estatuas del recinto, me quedo con la sobriedad de la de Armando Palacio Valdés y, por supuesto, con la del Amor y el Dolor a la que tanto partido literario se le podría extraer. “Desde que se cesa de luchar por ella, la vida ya no tiene sabor”, decía el escritor de Entrialgo, y a esa pelea nos aferramos, conscientes de que no nos vamos a batir en un cuadrilatero, a pecho descubierto, sino que nos estarán esperando en callejones oscuros con las armas afiladas. Por eso, el recorrido a campo abierto, entre árboles y estatuas, nos reconforta de los taimados que esperan su momento en las sombras; de esos que, enquistados en la raíz -más allá de idearios que son sólo papel mojado frente a la nómina mensual- tienen miedo de que sobrevenga un cambio a la ciudad.

MANOLO D. ABAD
Publicado en el diario "El Comercio" el sábado 7 de marzo de 2015