lunes, 1 de noviembre de 2010

"Calientapollas", relato en el fanzine "Letra y Puñal#4"

Aquí tenéis mi contribución al número 4 del fanzine literario "Letra y Puñal" que acaba de publicarse en Oviedo (en el fanzine viene una errata en el nombre de uno de los personajes, que aquí está subsanada). También tienen blog http://www.letraypunalfanzine.blogspot.com/

CALIENTAPOLLAS

Ya desde muy pequeña Ivy sintió la necesidad de atraer la atención sobre sí misma, a toda costa, por encima de lo que fuera o de quien fuese. En su sillita de bebé reclamaba a los viandantes, con una sonrisita encantadora, palabras zalameras que certificasen su encanto irresistible. Siempre lo conseguía, incorporada sobre el carricoche, en la guardería, en los parques, en las calles. Su coquetería continuó en los años infantiles, en los que comenzó a darse cuenta que el flirteo podría abrirle muchas puertas. Al cumplir los quince, lejos de perder el tiempo con los perros calientes que la perseguían en el instituto, logró seducir a un diseñador que frecuentaba las fiestas en casa de sus acomodados padres. Éste la convirtió en su musa, su modelo y hasta en algo parecido a su amante, que le servía para eludir preguntas sobre su posible homosexualidad. Dormían juntos, pero sin contacto sexual. El primero para Ivy llegaría con un competidor en el mundo del diseño que estaba enamorado de ella desde que la vio desfilar dos años antes. Esto provocaría doce meses después que el hombre que la había convertido en su musa, su todo, la echara de su estupenda casa parisina. Intentó ponerse bajo la protección del hombre con el que había perdido la virginidad, pero este la rechazó. Tuvo que regresar a la casa de su padres, quienes ya no vivían en Madrid.


La vida en una capital de provincias se le hizo, en un principio, insufrible. Sin embargo, pudo poner en marcha todo lo que había aprendido de diseño en sus años de modelo. Consiguió en un par de años convertirse en una celebridad local y pasear el palmito por los locales nocturnos de moda donde volvía a dejar su sonrisa marcada en la vista, el deseo y hasta el corazón de muchos hombres. Entre todos ellos, escogió a Óscar, un chico de familia muy bien que entretenía su vida entre un local de moda, sus sesiones de dj y su estupenda Harley Davidson Sporster 883 Iron. Apenas pasaron unos días desde que se propusiera seducirle hasta que se convirtió en la fija para acompañarle en sus excursiones en moto. A Ivy le encantaba Óscar, incluso quizás estuviese enamorada de él. O lo más cercano que Ivy podía llegar a estar enamorada de alguien que no fuese ella. Le gustaba Óscar. No era demasiado efusivo, opresoramente efusivo. Quizás hasta demasiado poco efusivo. Apenas hacían el amor. Ivy lo atribuía al consumo periódico de speed y de coca de Óscar, aunque la duda la corroía, a veces. Otras, se ponía a pensar en la contundente camarera que tantos años llevaba en el local de su chico. Cuarenta y ocho meses maravillosos en los que Ivy apenas sintió la necesidad de conquistar a nadie. Cuatro años centrada en su Óscar.


Pero el cuento de hadas terminó. Un día descubrió que Óscar sí podía ser muy efusivo. Y sus sospechas no eran erróneas. La camarera pechugona, de cintura de avispa y culo respingón llevaba tiempo llevándose lo mejor de su hombre. Huyó de aquella ciudad de provincias que sus padres habían dejado meses antes. Fue tras ellos, rota como nunca se había sentido. Engañada. Estafada. Humillada. Casi tanto como lo que ella había hecho sentir a muchos hombres. A demasiados hombres. A partir de ese momento, se prometió a sí misma no volver a sentir amor. Pagarían ellos.


Y le tocó pagar a quien más la amó. Una noche, mientras salía por primera vez desde lo de Óscar, con su hermana menor, se le cruzó un tipo algo ebrio que bailó con ella. La hizo reír por primera vez en mucho tiempo. El hombre se marchó tras unos bailes que fueron el centro de atención del local. Meses después, volvieron a encontrarse. Fue tras un concierto. Aunque ella trató de rechazarle, su insistencia tuvo el premio de un beso en el portal. Comenzó un idilio en el que ella amagaba y él pretendía más. Ese vaivén duró meses, años, en los que Ivy volvió a su papel de reina de hielo. Aquel hombre conocía a mucha gente, adoraban su música y sus poemas y ella derrochaba sus artimañas de sonrisas, mentiras y gélidas caricias.


Hasta que apareció lo inesperado, el último juego cruel de Ivy con su músico-poeta. Ella sabía que muchas de sus canciones procedían de sus vivencias juntos.


¿Qué diría ahora? Ivy se había enrrollado con Pati, una bella camarera que arrasaba con todas las mujeres que acudían a su bar. Pronto formaron una pareja que negaba su amor. Como siempre desde Óscar, ella lo denominaba "amistad". El músico-poeta buscó otros horizontes que le liberaran de todo el dolor que le había infligido aquella relación-no-relación de amor, aunque le llevaría muchos años lograrlo. Tras varias semanas, Pati dio el gran salto: invitó a Ivy a un fin de semana de especial en Barcelona. Estaba muy enamorada. Sus escarceos se habían terminado con ella. Nadie supo lo que ocurrió, pero tras ese finde, nada fue lo mismo. Ivy dejó de frecuentar el bar de Pati y terminó por unirse al tipo que le pasaba la marihuana que, cada vez, fumaba con más asiduidad.


Pasaron varias semanas hasta que Pati averiguó lo de Anselmo. Un día decidió llamarla. La invitó a almorzar. Ivy trató de eludir la cita, pero la camarera consiguió convencerla: iría a su casa, cocinaría para ella y le llevaría algunas ropas que se había dejado. Comieron una rica ensalada, aderezada con aceite y vinagre balsámico de Módena y un estupendo arroz de marisco. Pati se marchó tras tomarse un chupito, sin insistir en volver, lo que dejó desconcertada a su amiga.


Días después, encontraron a Ivy tendida en el suelo de su habitación. Muerta. Anselmo no había querido molestarla -siempre era ella quien llamaba- hasta que le extrañó no tener noticias de ella en tan prolongado espacio de tiempo. Abrió la puerta de la casa y se la encontró muerta. Nadie pudo encontrar ningún rastro del veneno que Pati había buscado con afán. La toxina botulínica que había echado en el plato de Ivy consiguió acabar con ella. Sin dejar huella. Casi como ella en todos y todas los que creyeron que podría algún día amarles.


MANOLO D. ABAD