“Un Mini amarillo con una rueda pinchada”
De
aquel 11 de septiembre de 1990 aún recuerdo las mariposas en el
estómago que, tantas veces, revoloteaban libres antes de muchos
conciertos. No se encontraba David Bowie en su mejor momento ni
artístico ni comercial, enfrascado en un atolladero que atisbaba
cambios pero que aún -a pesar de su camaleónico instinto- no
adivinaba su rumbo final. Esa encrucijada donde se había manejado
con la luz de los grandes alquimistas le había llevado a intuir un
regreso del rock más acerado, aunque sus claves serían bien
distintas a las que él creyó ver al fundar Tin Machine. Poco
después llegarían nuevas voces desde Seattle (Nirvana, Screaming
Trees), desde Boston (Pixies), en una claves muy distintas aunque con
el rock como la esencia que él había querido recuperar en ese
proyecto de hard rock.
La
puesta en escena de aquella tarde en el Hipódromo de las Mestas fue
sobria, quizás como contraste a la sofisticación de su anterior
gira The Glass Spider Tour, donde había contado nada menos que con
los eminentes Stranglers como invitados. Aquí, paradójicamente,
vimos un canto a los 80, a los incomprendidos años de un Bowie que
se había instalado en la cima de lo comercial para amortizar un
ascenso donde había dejado la impronta de su maestría. A pesar de
ello, comenzar con “Space Oditty” fue todo un guiño a lo dejado
en los años setenta, marcados por la creatividad y el ritmo
hiperactivo de la cocaína. De poco sirven drogas sin talento y el
suyo exudaba allá donde su varita mágica quisiera alcanzar: ya
fuera con Iggy Pop en el monumental “Lust for life” o en unos
coros con Lou Reed en su imprescindible “Transformer”.
Pero
aquel veinteañero algo insolente esperaba más del Bowie oscuro, del
que inspiró el afterpunk con “Berlín” y aquellos devaneos de
infeccioso funk prototípico de los ochenta y que tan bien le habían
sentado a su chequera, le dejaban con el aire contradictorio de quien
se enfrenta a algo que no espera, de quien,a pesar de todo, es
consciente de hallarse frente a una leyenda, uno de los grandes
mitos, uno de los suyos por concepto y expresión.
Mi
amigo Juan Pablo Alonso aparcó su Mini de color amarillo en los
alrededores de un atestado Hipódromo que, entonces, me pareció el
mejor de los lugares para albergar un macroconcierto (años después
le tocaría el turno a R.E.M.). En estos tiempos de libros vendidos
al peso, de números más que de intensidad, de peso más que de
fuerza, el despliegue de un Bowie que se saltó el guión para tocar
menos de lo planeado, hubiera parecido un insulto. Sin embargo, no
fue así. Elegante, con las trazas del vampiro que tan bien había
interpretado años antes en “El Ansia” -esa infravalorada
película de Tony Scott- su figura aún permanece en las neblinas de
aquella noche donde, antes de emprender camino de vuelta a Oviedo,
tuvimos que cambiar la rueda pinchada del pequeño Mini. Al llegar a
casa, abrí el disco de Bauhaus donde reactivaban “Ziggy Stardust”
-uno de sus múltiples e indiscutibles clásicos- como homenaje del
díscolo veinteañero post-punk que era. Había claudicado a una
estrella, sí, que se había detenido, por unas horas, en Gijón,
para espolvorear con su nebulosa sueños y ansias postadolescentes.
MANOLO
D. ABAD
Publicado en el diario "El Comercio" el martes 12 de enero de 2016