Crónicas de Vestuario. –
“Orgullo y miserias”
Cuenta
Nick Hornby en su esencial novela “Fiebre en las gradas” que hubo
un momento en su vida en el cual identificaba sus sensaciones con las
que manifestaba en el campo “su” Arsenal, el equipo de sus
amores. Algo parecido sucedió en la desapacible y húmeda noche
copera ante el Mirandés. Encontrarse a los tres minutos con un gol
como el de Abdón, una vaselina desde fuera del área más parecida a
la genialidad del burro que tocó la flauta por casualidad que a una
intención verdadera propia de un crack, supone enfrentarse a un Alpe
D´Huez con apenas unos kilómetros en las piernas.
El once
azul trató de rehacerse pero pronto, demasiado pronto, se diluyó en
un ritmo cansino, muy apropiado para las intenciones de los de Carlos
Terrazas que con una leve presión deshacían cada intento de un
equipo desorientado en su eje y que tocaba y tocaba con la brújula
completamente desactivada. Edu Bedia volvía a mostrarse errático y
lento. De poco sirve la calidad –por muy excelsa que sea- si las
ideas no son claras y los movimientos, rápidos. Así de cómodos se
las veían los de Miranda: un marco ideal para clasificarse. La
grada, en estado de congelación y humedad, con ese inquietante
murmullo, al que Hitchcock quizás pudiese sacar partido para una de
sus intrigas, mientras en el terreno de juego nada sucedía para
satisfacción de unos rojillos que se asimilaban al extraño baile de
un balón que circulaba, manso, de un lado a otro lejos de la
portería de Raúl Fernández.
El inicio
de la segunda apenas cambió un panorama monótono como un paisaje
otoñal gris. Sin embargo, la Copa –más aún cuando se desarrolla
a un partido, con ese ansiado modelo inglés que esperemos llegue
alguna vez a estos lares- siempre depara el componente de la
sorpresa, o, ya directamente, de la locura más absoluta. Como si los
legendarios Stranglers hubieran hecho sonar su hipnótico “La
Folie”, todo comenzó a desencadenarse a partir la salida del nuevo
ídolo de la grada azul: Koné. Los aficionados despertaron y el
segundo gol de Abdón en su “gran noche” raphaelesca activó como
un resorte los ánimos de la hinchada oviedista. Fue una llamada a
rebato, a la revolución Koné, a la que se sumaron todos los
jugadores de Egea. Poseídos por un arrebato de orgullo, de valor y
de garra, los primero diez, luego nueve jugadores azules se lanzaron
a una ofensiva sin precedentes. Dio igual que, para entonces, el
nefasto arbitraje del pésimo Figueroa Vázquez tratase de cargarse
el partido. Aquí había una lucha sin cuartel digna de esas páginas
gloriosas que se escriben de cuando en cuando. Marcó Kone en el
veintiséis y culminó en las postrimerías Verdés para redimirse de
su nerviosismo de las últimas jornadas con otra culminación a una
gran estrategia. Las piernas de los rojillos temblaron.
Llegó la
prórroga para hacer más grande una historia azul que en la Copa
siempre ha sido frustrante y triste. Lo intentaron y Hervías tuvo
dos largueros para que el guión fuera hollywoodiense. Pero no, esa
maldición copera que persigue al Real Oviedo se encarnó en los
asistentes Baena Espejo y Aboy Rivas que hicieron el resto, con su
tremenda incompetencia, para que el merecido milagro no llegase. El
Mirandés -como un sucio heredero de aquella película de George Roy
Hill, “El Castañazo”- remachó su pase con un fuera de juego
flagrante, además de la porquería antideportiva de no haber
detenido el juego tras un choque en el inicio de la jugada de su
golito que dejó maltrecho a un bravo Jon Erice. No llegó el premio
a tanto sufrimiento, pero sí el más importante de cara al futuro,
esperemos: el de lograr la comunión con la grada, un valor
fundamental para la larga singladura que aún aguarda.
MANOLO
D. ABAD
Foto: J.L.G.FIERROS
Foto: J.L.G.FIERROS
Publicado en el diario "El Comercio" el viernes 16 de octubre de 2015