“En la cola del súper”
Las dos
grandes filas en las cajas invitaban a la tranquilidad, a abstraerse
del mundo por unos segundos. Saqué el móvil y tecleé en la entrada
del facebook para comprobar qué ocurría en nuestros pequeños
mundos. La conexión no iba bien. Levanté la vista y me llamó la
atención la octogenaria llenando con dificultad un carro con botes
de legumbres. Tras ella, otra mujer, cincuentenaria ella, empujaba su
ligera compra –una barra de pan y una bolsa con algo que parecía
fruta- hacia la de su anciana predecesora. Mucha prisa por llegar a
ninguna parte. ¿Por qué todo el mundo se empeña en aproximar su
compra que hasta llegan a confundir a las cajeras y cajeros de los
supermercados innecesariamente?
-¿Me
pueden enviar el pedido a esta dirección? –el hilo de la
quebradiza voz de la octogenaria manifiesta un cansancio propio de su
edad, tras haber llenado el carrito con una mayoría de botes de
cristal con garbanzos, lentejas y alubias.
-Le
faltan tres euros para llegar a los cuarenta –replica la cajera.
La mujer
le solicita acercarse por algo que llegue a esa compra. La empleada
del supermercado acepta. Y la tormenta se desata: la mujer que
acumulaba su barra de pan y la bolsa con algo que parecía fruta se
enfurece.
-¿Por
qué tenemos que estar aquí esperando? ¡Tengo prisa! ¡No hay
derecho a esto!
La fila
ya se nutre con siete personas, pero sólo ella protesta. A mi lado,
una chica de ojos claros trata de mirar en dirección contraria a la
de la cincuentañera. Detrás de mí, calma total: un minuto de
espera no va a alterar su vida. Pero para esa señora, sí. Vuelve a
arremeter contra la anciana que ha ido a completar la compra. Quizás
con la esperanza de montar un buen motín. Pero la “rebelión a
bordo” se desata contra ella. Yo mismo la encabezo.
-¿Qué
son unos pocos minutos en su larga vida? –replico, con la esperanza
de que el torrente de estupideces amaine.
-¿Y
usted que sabe de mi vida? ¡Cállese ya!
La
anciana aparece en medio de un mar de improperios. La cajera cuenta
al mundo que esta compra de esa señora es para dar de comer a gente
necesitada. La cincuentañera prosigue con su letanía cruel y
aplastante. Concluye: “Tengo un trabajo y mi jefe se va a enfadar”.
-Afortunadamente,
el mío es bastante flexible –añado con ironía.
La mujer,
de amplias bolsas bajo unos ojos de hielo que tratan de clavarse en
mí, responde.
-Pues a
mí me exige unos horarios.
Me pone
en bandeja una réplica implacable.
-"Si tan
malo es su jefe, ¿qué pinta usted haciendo la compra en su horario
de trabajo?"
Vuelve a
clavarme los ojos gélidos, insensibles a cualquier forma de piedad,
sobre los míos. Ya se ha olvidado de su anterior objetivo -la
octogenaria caritativa- y ahora soy yo, el insolente deslenguado
dispuesto a desafiar su mal rollo quien merecería morir. Pero ya no
dice nada. Poco más le queda por añadir. Trata con su silencio de
imponer un miedo que no tengo.
-Si
tuviera una ametralladora, me masacraría aquí mismo –le digo a la
chica de ojos claros que va delante de mí en la cola. Aunque la
afirmación la escucha todo el local. La cajera tiene problemas para
contener la risa. La cincuentañera sale a toda prisa del
supermercado, quién sabe si dispuesta a echarle la bronca a su jefe
por haber tenido que esperar a una pobre octogenaria que sólo quería
hacer una buena obra a personas necesitadas. Cuando salgo del
establecimiento, tras comprobar el regocijo de quienes han asistido a
la vergonzosa escena de absurda intolerancia, quien no puede aguantar
la sonrisa soy yo. Y canto a Pablo Und Destruktion: “A veces la
vida es hermosa”.
MANOLO
D. ABAD
Publicado en el diario "El Comercio" el miércoles 23 de diciembre de 2015