Los premios no tienen sentido, ¿verdad? Siempre son políticos, se olvidan dos días después y siempre se los dan al libro equivocado, ¿o no? Bueno, eso es lo que decimos todos cuando el premio se lo dan a otro. Por supuesto, es muy diferente cuando nos toca a nosotros subir al estrado y dar las gracias a nuestro agente, a nuestras parejas y a nuestros animales domésticos. Entonces, evidentemente, es un honor y un estímulo.
Eso es lo que esperaba hacer aquella noche de octubre en Nueva York. Me habían nominado para el premio a la Mejor Novela en la categoría de Ficción Especulativa de los Premios Americanos del Libro, los premios literarios nacionales que no sólo aportan prestigio sino también un cheque de 50.000 dólares a los ganadores. El fuego de la arpía, la novela que concluía mi trilogía de El pagano del rey, había batido todos los récords de la novela fantástica. Llevaba más semanas en las listas de los más vendidos del New York Times que King, Grisham y Cornwell juntos. Y las críticas habían sido pasmosas, se referían a El fuego de la arpía como "la primera novela desde Tolkien que hace respetable a la fantasía". Los fans y los libreros lo habían votado como libro del año. Críticos literarios serios habían estudiado los paralelismos entre mi universo fantástico y los Estados Unidos de la significativa época de los sesenta. Ahora sólo esperaba el imprimátur del jurado que elegía el premio literario más preciado del país.
Tampoco lo daba por descontado. Sabía lo volubles que podían ser los jueces, lo poco que les gustaba que el resto del mundo les dictara qué debían pensar. Sabía perfectamente que el gran éxito que había tenido mi libro podía ser precisamente el factor que me arrebatara mi momento de gloria. Me había hecho a mí mismo un discurso severo ante el espejo del baño del hotel, recordándome los peligros del orgullo. Tenía que mantener los pies en el suelo y quizá no ganar el premio dorado sería lo mejor que me podía pasar.
Val McDermid. "Relatos Inéditos". RBA. Barcelona, 2004.