lunes, 1 de febrero de 2010

Entrevista con Edward Bunker (I)



Asistí a los dos conciertos que Johnny Cash dio en los penitenciarios de San Quintín y Folsom. Cash sólo cometió un error con la letra de “Folsom Prison Blues”: es imposible que los prisioneros puedan oír el silbato del tren… También conocí a Merle Haggard. Todos estos cantantes de country son, a su manera, unos outlaws. Les gusta esta imagen, muy ligada al Sur. Pero no soy realmente un fan de música, mi ámbito predilecto ha sido siempre la literatura.
Nací en la Nochevieja del año 35, aquí mismo, en Hollywood, California. Mi madre era una “chorus girl”, incluso trabajó con Busby Berkeley. Mi padre era regidor. Éramos una familia de clase media. Era la época de la Gran depresión, pero no éramos realmente pobres. La depresión lo mataba todo menos la industria del cine, lo que fue una suerte para mis padres. Estaba al corriente de esta crisis económica, veía lo que ocurría a mi alrededor, pero no afectó demasiado a mi familia.

-Formaba parte de la clase media, su familia estaba a salvo de la miseria y, sin embargo, muy pronto, fue a parar a los reformatorios.

Mis padres se divorciaron cuando yo tenía cuatro años. No podían, o no querían cuidar de mí, y me enviaron a un internado, pero no era muy disciplinado. Cuando me echaban, me confiaban a mi padre. Me quedaba uno o dos meses en su casa, y me largaba. Con mi madre tampoco congeniaba mucho. Un día le dijo al juez de menores que no me soportaba, que era incapaz de criarme… Tenía diez años y nunca olvidaré esas palabras maternales. Desde entonces, no la he vuelto a ver. Pensándolo bien, me parece que he sido un mal bicho desde mi nacimiento…
Con dos años me perdí en San Diego y tuvieron que organizar una verdadera cacería para dar conmigo. Con tres años, me las ingenié para romper el incinerador de basuras de nuestro jardín. ¿Se da cuenta? ¡Es una proeza el romper un incinerador a martillazos con esa edad! Más tarde, cuando iba a los internados, recuerdo la primera vez que me robaron. Debía tener unos doce años y la idea, el concepto mismo de “robar” me era completamente desconocido, no entendía en absoluto cómo alguien se podía adueñar de algo que no le pertenecía… Sin embargo, dos o tres años después, era un ladrón muy competente. Iba a escuelas muy duras, casi militares, instituciones donde se enderezaban las malas cabezas. “¡Haz esto, haz aquello, izquierda, derecha!”. Estaba allí dentro desde los ocho años y me escapaba a menudo. Un día me fui hasta Sacramento… 600 kms., es una buena caminata para un chaval. Llegué allí en un tren de mercancías, igual que un hobo. Así que más bien era un crío atraído por los problemas, un follonero, un camorrista… Y cuando se entra en el sistema judicial de la delincuencia juvenil, se encuentra a otros delincuentes que se convierten en tus amigos y así sucesivamente… Es un engranaje.

Ya que su madre le rechazaba, ¿por qué no vivía con su padre?

Trabajaba, no tenía tiempo para educar a un hijo. Durante un tiempo intentó cuidar de mí, de ofrecerme algo parecido a un hogar, pero, ¡mierda! ya era demasiado gamberro, estaba demasiado sediento de libertad, era demasiado tarde. No hacía nada, trapicheaba golpes poco claros, me iba al cine toda la noche… Me gustaba la calle, prefería mil veces estar fuera que quedarme encerrado en la habitación. Mis compañías eran más mayores que yo. Eran rateros, pequeños truhanes, folloneros. No sé por qué, pero me atraía más esa gente que los escolares modelo. Fue durante ese período cuando me vi involucrado en diversos robos. Para jalar, teníamos que asaltar algún colmado de vez en cuando.

Una vez atrapado en ese sistema, ¿intentó salir de él, recuperar una vida honrada?

No creo que se reflexione mucho con esa edad. Un adolescente piensa sobre todo en vivir plenamente el presente, sin proyectarse más lejos en el porvenir. Vivía día a día. Pero tenía un buen CI, sabía que era más inteligente y listo que la media… Por ejemplo, empecé a leer muy jovencito y, rápidamente, me convertí en voraz lector. Leía mucho, pero sin rumbo, sin ningún tipo de elección, me contentaba con devorar los libros tal como venían, cogía los que estaban disponibles en la biblioteca de los internados o de los reformatorios, según donde me encontrase. Tenía una estantería llena de libros de tapa dura. Prefería las tapas duras porque las podía convertir en un arma y darle en la cabeza a cualquiera que me buscase las cosquillas. Leía los libros sin ninguna conciencia, sin acordarme del autor. La historia me gustaba o no, eso es todo.

¿En algún momento, durante esos años de adolescencia, pensó en regresar al cole o con su familia?

No. Llegado cierto punto, estaba en guerra contra la autoridad, cualquiera que fuese. Ya no podía haber marcha atrás. Con quince años, ya había dado la vuelta completa al sistema judicial para menores. Lo habían intentado todo para domarme, para hacerme regresar a un camino más razonable. Sin mucho éxito. Cuanto más represiva era la autoridad, más me rebelaba. Era una escalada por los dos lados. Era como el título de aquella película de entonces, un “rebel without a cause”. Había leído un libro sobre los inadaptados sociales, esas personas cuyos cerebros funcionan perfectamente, pero su comportamiento es incontrolable. Yo era así, podía funcionar muy racionalmente, pero también era capaz de cometer los actos más inaceptables para el orden social establecido.

¿Cómo ve el Bunker de hoy al Bunker adolescente de los años 50 que se sumerge en la marginalidad?

¿Quién sabe lo que determinó mi destino? La gente que triunfa siempre atribuye su éxito a sus cualidades y los que fracasan invocan, generalmente, la mala suerte. En ambos casos, es más complejo que esto. Yo pienso que somos libres, pero dentro de ciertos límites. Es como evolucionar dentro de una especie de círculo del cual está prohibido traspasar los límites. Evidentemente, no estaba hecho para permanecer dentro del círculo. Mi actitud frente a la autoridad era de no ceder nunca, sobre todo, no tener que doblegarme.

Primera parte de la entrevista con Edward Bunker realizada por Sergio Ramón Zárate y publicada en el número 4 de “Los Inrockuptibles”, mayo de 1992.