Crónicas de Vestuario. –
“Tradiciones rotas,
tradiciones perennes”
La barrera más difícil de superar en cualquier
Mundial es la del peso de la tradición. Un peso que marca, que atenaza y que
condiciona presencias y victorias. Lo comprobamos en el Rubicón de cuartos de
final, ese que tantas veces alejó a España de las victorias. Equipos bisoños,
sin casi tradición como Chile (su tercer puesto en el Mundial de su país es
casi prehistoria), Bélgica (sólo aquel cuarto puesto en 1986), Colombia y Costa
Rica que habían mostrado muy buenas maneras en el torneo, sucumbieron bajo el
peso de sus incertidumbres. Llegamos así al colofón con cuatro clásicos;
Brasil, Alemania, Argentina y Holanda.
Gary Lineker fue quien sentenció aquello de “el
fútbol es un deporte de once contra once en el que siempre gana Alemania”. Pues
bien, gracias a La Roja, la siempre fiable selección germana, con una
brillantísima generación de futbolistas, llevaba un ciclo de semifinales y
finales sin poder tocar el título, sin hacer honor a la gran frase del
legendario delantero británico. Sólo un seleccionado como el de Alemania podía
haber sido capaz de romper la tradición que señalaba los Mundiales en suelo
americano como coto privado de los equipos representativos de ese continente.
Con la bandera del fútbol de toque con la que España venció en Sudáfrica 2010
–a nosotros nos corresponde el ser los primeros europeos en vencer en un
Mundial lejos de territorio europeo, eso sí- el combinado dirigido con mano
maestra por el gran Joachim Löw ha perfeccionado la maquinaria futbolística
entregando nuevas variables. Fútbol de toque, sí, con mando y posesión, pero,
en contraposición a España, mostrando otras alternativas como la verticalidad y
movimientos rápidos en pos de la portería contraria. También, y creo que esta
ha de ser una de las constantes del fútbol, una gran solidaridad defensiva en
la que todos han de sumarse al trabajo, incluso el indolente Özil. Así
destrozaron 7 a 1 a Brasil. La selección del atribulado Scolari, el ínclito
Felipón, se desnudó como el emperador del cuento de Hans Christian Andersen y
paseó en pelota viva su traje inexistente, un vestido de fútbol ramplón, de ese
“patapún-parriba” con el que ironizaban los guiñoles. Una nadería que
desenmascararon los germanos en unos arrebatados minutos donde, como el niño
que señalaba la desnudez del emperador en el cuento, mostraron la mentira de un
país que traicionó su “jogo bonito”, por un músculo que le entregó dos
inmerecidos títulos (1994 y 2002).
La final mostró la capacidad competitiva de
Argentina, un cuadro que había atravesado con más pena que gloria todo el
Mundial, entregado a unas gotas de magia de un decepcionante Messi. Sabella
exhibió una gran disposición táctica que, en muchos momentos del partido, anuló
y confundió a los europeos. No fue suficiente para superar el poder y la fe de
los teutones que aúnan -para envidia del mundo- toque, velocidad, gol y
condición física. Bien podía Del Bosque tomar nota de esa rapidez y
verticalidad para enriquecer a La Roja. Tiene mimbres de ese estilo como Jordi
Alba, Carvajal, Cazorla, Mata o el esperemos recuperado Michu. El camino a la
Eurocopa de Francia ya nos espera en septiembre.
Europa suma tres títulos consecutivos, lo nunca
visto, una tradición rota sobre la que pueden seguir percutiendo los equipos
del Viejo Continente. Algo sucede en América, algo malo, que ha impuesto el
juego sucio, los piscinazos, los malos modos y la entrega a estrellas
desaparecidas e insolidarias en sus dos grandes buques insignia (Brasil y
Argentina). Tiempo para la reflexión e, incluso, para que el relevo de
Colombia, Costa Rica, Chile o México se haga realidad en la próxima Copa
América.
Las tradiciones perennes siguen mandando en la FIFA:
nombran mejor jugador a Messi, lo que parece una nueva broma de mal gusto a la
vista de exhibiciones como las de Robben o Mascherano (que tuvo que ser
expulsado dos veces en la prórroga) y designan a un árbitro de la “escuela
sueca” (ya saben, la de no mojarse ni en un diluvio) como Rizzoli, mientras el
honesto turco Cüneyt Cäkir sigue, paciente, esperando su oportunidad. Esperemos
que, en próximas citas, el peso de la tradición termine por desaparecer.
MANOLO D. ABAD
Publicado en la edición papel del diario "El Comercio" el martes 15 de julio de 2014