martes, 15 de julio de 2014

Tradiciones rotas, tradiciones perennes


Crónicas de Vestuario. –
“Tradiciones rotas, tradiciones perennes”

La barrera más difícil de superar en cualquier Mundial es la del peso de la tradición. Un peso que marca, que atenaza y que condiciona presencias y victorias. Lo comprobamos en el Rubicón de cuartos de final, ese que tantas veces alejó a España de las victorias. Equipos bisoños, sin casi tradición como Chile (su tercer puesto en el Mundial de su país es casi prehistoria), Bélgica (sólo aquel cuarto puesto en 1986), Colombia y Costa Rica que habían mostrado muy buenas maneras en el torneo, sucumbieron bajo el peso de sus incertidumbres. Llegamos así al colofón con cuatro clásicos; Brasil, Alemania, Argentina y Holanda.

Gary Lineker fue quien sentenció aquello de “el fútbol es un deporte de once contra once en el que siempre gana Alemania”. Pues bien, gracias a La Roja, la siempre fiable selección germana, con una brillantísima generación de futbolistas, llevaba un ciclo de semifinales y finales sin poder tocar el título, sin hacer honor a la gran frase del legendario delantero británico. Sólo un seleccionado como el de Alemania podía haber sido capaz de romper la tradición que señalaba los Mundiales en suelo americano como coto privado de los equipos representativos de ese continente. Con la bandera del fútbol de toque con la que España venció en Sudáfrica 2010 –a nosotros nos corresponde el ser los primeros europeos en vencer en un Mundial lejos de territorio europeo, eso sí- el combinado dirigido con mano maestra por el gran Joachim Löw ha perfeccionado la maquinaria futbolística entregando nuevas variables. Fútbol de toque, sí, con mando y posesión, pero, en contraposición a España, mostrando otras alternativas como la verticalidad y movimientos rápidos en pos de la portería contraria. También, y creo que esta ha de ser una de las constantes del fútbol, una gran solidaridad defensiva en la que todos han de sumarse al trabajo, incluso el indolente Özil. Así destrozaron 7 a 1 a Brasil. La selección del atribulado Scolari, el ínclito Felipón, se desnudó como el emperador del cuento de Hans Christian Andersen y paseó en pelota viva su traje inexistente, un vestido de fútbol ramplón, de ese “patapún-parriba” con el que ironizaban los guiñoles. Una nadería que desenmascararon los germanos en unos arrebatados minutos donde, como el niño que señalaba la desnudez del emperador en el cuento, mostraron la mentira de un país que traicionó su “jogo bonito”, por un músculo que le entregó dos inmerecidos títulos (1994 y 2002).

La final mostró la capacidad competitiva de Argentina, un cuadro que había atravesado con más pena que gloria todo el Mundial, entregado a unas gotas de magia de un decepcionante Messi. Sabella exhibió una gran disposición táctica que, en muchos momentos del partido, anuló y confundió a los europeos. No fue suficiente para superar el poder y la fe de los teutones que aúnan -para envidia del mundo- toque, velocidad, gol y condición física. Bien podía Del Bosque tomar nota de esa rapidez y verticalidad para enriquecer a La Roja. Tiene mimbres de ese estilo como Jordi Alba, Carvajal, Cazorla, Mata o el esperemos recuperado Michu. El camino a la Eurocopa de Francia ya nos espera en septiembre.

Europa suma tres títulos consecutivos, lo nunca visto, una tradición rota sobre la que pueden seguir percutiendo los equipos del Viejo Continente. Algo sucede en América, algo malo, que ha impuesto el juego sucio, los piscinazos, los malos modos y la entrega a estrellas desaparecidas e insolidarias en sus dos grandes buques insignia (Brasil y Argentina). Tiempo para la reflexión e, incluso, para que el relevo de Colombia, Costa Rica, Chile o México se haga realidad en la próxima Copa América.

Las tradiciones perennes siguen mandando en la FIFA: nombran mejor jugador a Messi, lo que parece una nueva broma de mal gusto a la vista de exhibiciones como las de Robben o Mascherano (que tuvo que ser expulsado dos veces en la prórroga) y designan a un árbitro de la “escuela sueca” (ya saben, la de no mojarse ni en un diluvio) como Rizzoli, mientras el honesto turco Cüneyt Cäkir sigue, paciente, esperando su oportunidad. Esperemos que, en próximas citas, el peso de la tradición termine por desaparecer.


MANOLO D. ABAD
Publicado en la edición papel del diario "El Comercio" el martes 15 de julio de 2014