jueves, 4 de junio de 2020

La Hora de Los Ocultos (A Ernesto González, in memoriam)

LA HORA DE LOS OCULTOS

A Ernesto González, in memoriam.




A quienes hemos pasado por el pequeño trance de una foto de grupo de algo, siempre nos llama la atención cómo se distribuyen las piezas en la estampa. Están los que matan por ocupar el centro, el primer plano, resaltar con un fatuo fulgor por encima del resto. A codazos, como sea, en algo que casi podríamos traducir como una metáfora de su vida. Algo, incluso, enfermizo... Valga un instante así para definir mucho, para expresar algo que se repite con una pertinaz lógica: muchos de los que se pelean por el foco son satélites intrascendentes del meollo, que se cuece en los extremos que nunca ocuparán el centro de la cámara.



Ha venido la muerte, a la que tanto cantó sin ambages Ernesto González, a acabar con él, y a transmitir un dolor profundo, sincero, entre aquellos que tuvimos la suerte de tratarlo; de compartir su sabiduría, expresada sin las alharacas de esos atribulados que creen poseer el don de un conocimiento sólo petulante y pendiente del qué dirán; de comprobar su buen talante, su bonhomía (sin la ingenuidad que atribuye al adjetivo la RAE), de su temple para lidiar hasta en las situaciones más difíciles, para que muchos descubran a una figura esencial, alejada de los focos, pero fundamental para unos años que ya no volverán. Ahora que la etiqueta para los ingenuos, quienes no se enteran de nada -los mismos que creen que Sabina o El Gran Wyoming son paradigmas de la "movida madrileña"- es un "indie-pop" que no deja de ser un trasunto del "pop-rock" que se impuso como etiqueta para los millonarios contratos de los municipios en la postmovida a mediados de los 80; ahora nos llega la muerte de una persona (me niego a considerarlo "personaje", disculpen mi puntillosidad) sin que, probablemente, unos sueños que se hicieron realidad durante unos años maravillosos no hubieran podido realizarse: Ernesto González. 



No voy a glosar su música, a Pribata Idaho y a Grupo Salvaje, bandas fundamentales, también ocultas en el marasmo del indie-alternativo (me niego a la etiqueta "indie-pop", que, ya que se la han apropiado tantos mediocres, con su pan se la coman), y que deben ser escuchadas con el paladar dispuesto a disfrutar con la necesaria calma que nunca parece llegar en ese trajín de novedades, que, a mediados de los 90 era plena turbulencia de sensaciones inmediatas que nos hacían perder el foco en propuestas necesitadas de ese trago reposado.



1997. F.I.B. No he conseguido plaza de hotel, pero tengo mi acreditación. ¡Ah, la acreditación! Ese casi trofeo que se portaba al cuello con orgullo -ya llegaría luego el PS para las vergonzantes que se escondían en un bolsillo del pantalón o la ignominiosa tarjetita que no distinguía entre "público" y "currante"- en aquellos momentos. Sin nada más que los billetes de ida de tren, me embarqué a la aventura. Esas cosas que haces cuando tienes menos de 30 años. Y una amiga como Ana Espina, que, de aquella, ya trabajaba en la compañía Sony. Gracias a ella pude sobrevivir con un mínimo de dignidad en ese fin de semana brutal. Iba yo con mi bolsón negro marca "Prince" sin saber qué haría con aquello y ella me ofreció la habitación que compartía con su pareja Steve para que lo dejase allí. El hotel se llamaba Voramar. Un buen hospedaje, con una pequeña piscina y una mejor terraza donde nos tomamos unas birras antes de irnos a los conciertos. Ana me dio el número de la habitación para que, durante la mañana, accediese allí, a cambiarme y ducharme. Ella trabajaba desde muy temprana hora y tenía a mi disposición entrar y resolver esos aspectos fundamentales. Ocurrió que ya el primer día, tras dormir en la playa (en buena compañía, no lo negaré), me dio por llegar temprano al hotel. Siete u ocho de la mañana. Los empleados del hotel ya me conocían y debían pensar que era un huésped. De esa forma, conseguí unos buenos desayunos, que también me sirvieron como almuerzo, pues aproveché para llevarme muchas de las viandas que había a disposición de los clientes del lugar metidas en la indispensable mochila. Y allí estaba Ernesto. Con su desayuno, a diferencia del mío, nada opíparo, austero. Y ahí comenzamos a hablar, cada una de las mañanas del festival. De cada uno de los grupos, muchos de los cuales él había visto durante el invierno. Se interesaba -con sinceridad, no con ese interesado postureo que tanto se estila ahora- por mi opinión de aquello que había visto. Que solía ser una sesión desde las cuatro de la tarde hasta doce horas después. Me recomendaba algún grupo (le hice caso y salí ganando en la elección). Después, algo de priva, playa, unas pocas horas y al desayuno del hotel... Luego, ya saben todo lo que sucedió: la gota fría, el desastre... Llegué al hotel en medio de aquel horrible caos y conseguimos un par de taxis hasta Castellón en medio de la locura hasta, finalmente, subirme al primer Euromed con destino Cataluña.



Después llegó mi revista "Interferencias". Fueron buenos (y trabajados) tiempos. También estaban "Les Noticies" y, más tarde, "ElSúmmum". Más FIBs, más PS, más encuentros, hasta, por fin, poder contemplar a sus Pribata Idaho un 13 de mayo de 2000 en la Colegiata de San Juan Bautista de Gijón, dentro de los añorados "Intersecciones", junto a unos Migala que parecía querer más el público. Llegué al final de la prueba, hablamos -poco, por desgracia- pero siempre con la complicidad profunda que él sabía establecer. El concierto me maravilló, la impecable y cristalina versatilidad de esas guitarras psicodélicas y eléctricas, el sonido en su sitio, la banda marcando un nivel tan alto que dejaría a esos que rajan siempre del "indie" (recordemos la vacía ignorancia que recoge la etiqueta) con un palmo de narices. No voy a cantar las glorias de "Hope", pero sí, en el caso de que no hayan disfrutado este álbum, pedirles que le den un par de escuchas sin prisa, como se apura ese brandy Napoleón de reserva.

Tras el también imprescindible "Spain is pain" llegó un nuevo proyecto: Grupo Salvaje. Desde la primera canción de su primer álbum me atraparon, algo que continuaría con sus dos trabajos posteriores. Me resulta difícil transmitir la emoción al verlos tocar "The Survivor" en el PS, ese rock crepuscular que muy pocos han sabido expresar y, mucho menos, con ese calado, ese gran calado.

La vida me puso a prueba y me dejó en un arroyo donde no tenía nada donde asirme (excepto mi madre). Había un FIB con Nick Cave & The Bad Seeds y debía estar, aunque ya le hubiera visto en vivo una lluviosa noche londinense en octubre de 1993. Le llamé y fui franco con él: no puedo acreditarme, a día de hoy, por ningún medio. Me contestó que no importaba, que lo arreglaríamos, pero que tenía esa acreditación guardada, fuera cual fuese el medio, o aunque no hubiera medio. Finalmente, con las buenas artes de Ramón Lluís Bande, fui con "Les Noticies" de logo en mi cartón.




Pasaron los años y llegué al puesto de asesor y programador musical de RTPA, la autonómica de mi tierra, donde tanto Pribata como el Grupo sonaron constantemente. Paradojas de la vida, fue un momento en que apenas hablamos. Pero sonaron, y sonaron. A pesar de algunos que se empeñaron en complicarme la vida, sonaron. Como otros muchos. Al final, vencieron los ignorantes y, con la excusa de los recortes, me quedé fuera. ¡Y retomamos el contacto! Había empezado una columna en el suplemento de cultura del diario "El Comercio", titulada "El Tocadiscos" y un día me sorprendí hablando con él. Me envió dos joyas, dos enormes joyas, que dijo me encantarían. Y así fue, porque a Ernesto no le podía esa inmediatez de colocarte a toda costa una novedad, sino que sabía cuáles eran las que estaban hechas para tu gusto, las que sabrías apreciar para escribir un texto a la altura. Fabrizio Cammarata y Valparaíso (los franceses, no el proyecto de Juan Codorniú). Dos grandes joyas que aún hoy suenan con frecuencia en mi casa.

Discúlpenme, me he ido algo del tema central: Ernesto González. Las anécdotas, algunas vivencias, nos muestran algo de su persona. Pero hemos de quedarnos con algo más que las anécdotas y esos momentos compartidos. Hemos de saber discernir el valor de alguien que construyó, con un trabajo silencioso, oculto, un entramado del que luego otros sacarían más partido. Alguien cuyo amor por el rock emociona a quienes sentimos ese mismo latido. Alguien que no saldrá en portada, pero sin el que no sería posible que muchos hubiesen ocupado portadas. Y, además, alguien que dejó una cosecha musical tan grande como su humanidad. Esa que, ahora, en este amanecer frío (casi como una canción de Grupo Salvaje), uno echa tanto de menos.

MANOLO D. ABAD