Un buen día, o noche, mientras está durmiendo (el sueño y la vela, es verdad, ya no se distinguen mucho entre sí) siente que cuatro manos fuertes lo atenazan, le vendan los ojos, le atan las manos a la espalda y lo empujan. Le hacen andar un buen rato, pero no consigue saber si le dirigen a algún otro lugar o simplemente le hacen dar vueltas por su encierro. Al cabo, lo sientan en una silla atornillada al suelo, le atan manos y pies a los brazos y los pies del mueble,le fijan la cabeza al respaldo, le amordazan y le quitan la venda: pero sigue sin ver nada, y sospecha por un momento que se ha quedado ciego.
Pero no: un resplandor repentino le quema los ojos, y parpadea furiosamente (es el único movimiento que le cabe hacer) hasta acostumbrarse a la luz. Entonces ve delante de sí un rectángulo luminoso: ve una cámara cuadrangular absolutamente blanca, con puertas de armarios empotrados también igualmente blancas, y una camilla con correas de sujeción en su centro. Una puerta se abre, y una mujer entra y cierra la puerta tras de sí. Pasa unos segundos mirando las paredes, el techo, la camilla; toma con dos dedos la sábana que la cubre y la levanta con cuidado, mira un momento y después se aparta. Después se aproxima hacia él, mirándole fijamente pero con absoluta indiferencia. Cuando cree que le va a hablar, entreabriendo la boca, ella se pasa el dedo corazón por el labio, probablemente retocándose el carmín. Después hace lo mismo con el flequillo que le cae sobre el lado izquierdo del rostro, y entonces él se da cuenta de que es un espejo por el que él puede verla sin ser visto. Volver a ver algo después de tanto tiempo es una experiencia tan intensa que durante largo tiempo se limita a ver, sin preocuparse de entender qué significa.
Óscar Calavia "Las botellas del señor Klein" (Lengua de Trapo, 2009).