El 14 de mayo de 1983 moría en accidente de tráfico Eduardo Benavente, líder de uno de los grandes grupos del rock español: Parálisis Permanente. Bastantes años después, tuve la suerte de ilustrar con mi texto esta ilustración que el gran Joaquín Ladrón hizo para su libro "Songbook" (Ruta 66, 2006). Aquí os dejo mi texto.
PARÁLISIS PERMANENTE: EL MITO Y LAS SOMBRAS
El
escaparate de la movida era eso: un escaparate. Grandes almacenes de
modas importadas de Londres que nos devolvían a un mundo del que el
pop había permanecido alejado demasiado tiempo. Popularizados trajes
y colores, llegó el turno de los tonos oscuros, de la frialdad, de
los amaneceres atechados bajo cielos grises, de las tormentas y de la
depresión. Siniestros y depresivos reunidos en los mismos
escalofríos, con o sin la droga de moda. La mente puede ser más
poderosa que todo eso, que unos mágicos polvos blancos que pretenden
entregarnos el agua y el vinagre que los viejos románticos consumían
para conseguir que su piel palideciera como la de un vampiro. Pero la
vía rápida de ascensión a mito es la muerte, dejar un bello
cadáver antes que los gusanos de la envidia o de los errores lastren
para siempre el trampolín hacia la fama con un rencoroso olvido.
Así
llegamos, casi sin darnos cuenta, al final de la historia sin haber
hecho ni una sola referencia al mito ni a sus sombras. En mayo de
1983, Eduardo Benavente pasaba a ser leyenda gracias a una vida
segada por un accidente de tráfico. La línea oscura trazada por
Parálisis Permanente, desde el psychobilly de “Un día en Texas”
a la estilizada negritud de “Jugando a las Cartas en el Cementerio”
se veía truncada para siempre. Su compañera, la espectacular mujer
que había prestado su cuerpo a la portada de su álbum El
Acto (1982),
Ana Curra, trató de superar la pérdida con aquellos Seres Vacíos
que algún día habría que revisar en su belleza, y emprendió un
viaje a los subterráneos más ajenos al olimpo de las estrellas. En
esos sótanos podía haber caído el último, póstumo single, el
criticado pero memorable “Nacidos para Dominar”, pleno de una
ambición que parecía evolucionar al margen de unas modas que
engrosaban grupos como Décima Víctima o Ceremonia.
Los
tonos oscuros pasarían de temporada, sustituidos por el pop
colorista, como el invierno da paso a la primavera y sólo perduraría
el mito, un puñado de canciones y la figura torva de un cuervo sobre
una tumba con un epitafio que anunciaba el fin de la movida, de los
buenos tiempos y el advenimiento de lo hortera institucionalizado a
través de una caja tonta y unas radios compradas y maniatadas para
siempre.
MANOLO D. ABADPublicado en el libro "Songbook" (Ruta 66, 2006)
Publicado en el libro "Rec-Capitulación" (Turbulencias, 2018)