lunes, 19 de diciembre de 2011

Soledad

 

SOLEDAD
Una vez, perdido en una de aquellas noches eternas, soledad me cubrió con su manto oscuro y retorcido. La primera "ella" entre las "ellas" se fue lejos en un tren de ida sin vuelta y ni en los callejones más oscuros pudiste esconderte ni huir de su sombra maldita. Soledad me privó de cada nuevo amanecer para enseñarme el camino de un túnel sin otro final que la oscuridad. Sumergido en la noche, viví en el dolor, sin percibir cómo cada día avanzaba en una cuenta atrás acelerada hasta un negro final. Caminé con la cabeza baja por calles que conducían al borde del precipicio sin darme cuenta, neutralizado por los recuerdos y las vanas esperanzas de levantarme y salir de un pozo de arenas movedizas que me arrastraban hacia su fondo sin remedio.
Mientras preparaba los detalles de mi última cena, soledad se transformó en Marisol para brindarme una última oportunidad: una llamada telefónica hacia un último amanecer. Si lo atrapaba, la inyección letal quedaría pospuesta. Temblando, sudoroso, crucé el umbral hacia otra ilusión, una parpadeante chispa al fondo de una pesadilla, la posibilidad de un nuevo despertar. Los iniciales miedos a cada nuevo amanecer se transformaron en luz y el terror de la retorcida sombra de soledad sobre cada latido remitió. Soledad me envolvía con su abrigo, me protegía del dolor y de la esperanza vana. Me brindaba el candor de un día más, enchufado a la electricidad de una vida nueva. Sólo con eso bastaba para que mi motor funcionase y reviviera, como si todas mis cenizas hubiesen creado un nuevo esqueleto.
Hasta que una mañana de primavera, Marisol me entregó un regalo: una sonrisa que sumó todos los amaneceres anteriores para rendir mi corazón al rostro que la alumbró. Vi llegar, marcha atrás, aquel tren con un destino a su sonrisa, a sus cabellos rubios, a una mirada para olvidar todos los pesares que neutralizaron una juventud que ya no era desperdiciada, que inundaron mi desierto hasta hacer brotar las flores del amor y del deseo. La juventud recuperada en cada compás de todas las músicas que sirvieron de lenitivo en los días fatales y sin esperanza. Ahora, soledad y Marisol me regalaban amor y deseo ciegos sin otra respuesta que unas canciones de Peter Murphy. Arrastrado, otra vez, pero en dirección contraria, hacia la luz; me dejé llevar, alumbrado por cada nuevo amanecer, cada encuentro casual y la esperanza lenta del enamorado platónico sin remisión.
Nada espero ya, soledad, salvo ponerme en tus manos. Que me brindes más amaneceres y, si esa sonrisa que pararía todos los cañones desea hundirse en alguna de las zanjas de mi corazón para construir un castillo donde habitemos los dos, si esa sonrisa quiere, caeré gustoso para levantarme, orgulloso y fortalecido en cada nuevo amanecer a su lado.

MANOLO D. ABAD

Escrito para acompañar a un cuadro de un pintor de cuyo nombre no quiero acordarme en una de sus exposiciones. Diciembre 2011.