sábado, 3 de febrero de 2018

Una historia de mi vida


Una historia de mi vida”

Mi padre nació en Gijón, en el Natahoyo, y mi madre en una aldea de Viséu (Portugal). Casi de casualidad, llegué a este mundo. El médico no aparecía, tampoco la comadrona y, gracias a una monja, pude ver la luz de este mundo en la falda del Naranco. Soy ovetense, de primera generación, sin las raíces de otros, pero me siento ovetense, profundamente ovetense. Y ser de Oviedo, de mi ciudad, es ser también del Real Oviedo, no quepa ninguna duda.

Me gusta el fútbol. De pequeños, soñábamos con vernos sobre un terreno de juego, marcar los goles de la vida, vencer en todas y cada una de las batallas que en tantas ocasiones, las más, se pierden. Nunca fui un portento técnico, quizás pude serlo físico, pero eso se pierde en las tardes, los meses, los años. Poco importa eso ya. Pero siempre tuve una memoria, una grandísima memoria que me permitía –en tiempos donde no había grandes posibilidades de cultivarla- guardar datos de todo tipo. Con los cromos, con la revista “Don Balón”, con los “Superdinámicos” llegué a almacenar un montón de estadísticas inusuales para un niño de siete años. Mi padre –como mi madre- trabajaba en RNE. Como se ocupaba de los equipos técnicos, tuve la posibilidad de acompañarle en su trabajo. Una de las primeras tardes sucedió en el estadio El Molinón. Me había invitado el llorado periodista del diario “El Comercio” Jenaro Allongo. El Sporting de Gijón vivía días de gloria en los pies de algunos de sus mejores jugadores: Quini, Ferrero, Morán, Mesa, Redondo, Doria,… y allí estaba yo, en las cabinas de la prensa. Me sentaron en un taburete junto a José Luis López del Valle que intervenía en el carrusel de RNE, mientras le comentaba un sinfín de datos. Al descanso, todos los periodistas salieron al pequeño pasillo. Allí, Allongo me interrogó sobre mis preferencias.

-Tú, Manolín, ¿de quién eres?

El Real Oviedo había vuelto a caer a Segunda División, pero no me corté.

-¿Yo? –dije, mirando entre un mar de piernas,…: Yo, del Real Oviedo.

El gran Jenaro Allongo no se lo creía, y la risa sonaba a frustración. Algo así como si ellos pensasen “¡joder, con el enano!”.

Pasaron los años y las cosas nunca fueron fáciles. Mi padre me llevaría en algunas ocasiones a las cabinas, pero se negó siempre a pagarme un recibo. “Cuando te lo puedas pagar, adelante”. Y llegó el momento, tendría catorce años, y el Real Oviedo seguía en Segunda División. Incluso llegó a caer otra categoría más: a Segunda B. Ya socio, pagándolo con mi dinero, viví un ascenso. Y otro más. ¡En Primera, una noche inacabable de celebración en el Rosal! Los que vivimos eso jamás podremos narrar nada parecido. A pesar de que en los medios no saliera nada, se tapase todo, aquello fue inigualable y nada será parecido.

Mi generación fue maltratada por el paro y por las drogas. A falta de una épica que le sacase brillo, como hicieron otros, nosotros tragamos y aguantamos. Durante muchos años pagué mi carnet de socio mensual ya que no podía hacer frente al recibo por año. Seguía viviendo en casa de mis padres y aquel paisano que lo cobraba llegaba afogado al cuarto piso de la calle San Bernabé donde residía. Muchos fines de semana mi único día de diversión fue el domingo en el viejo Carlos Tartiere, en la curva Chiribí, saltando con aquellos cánticos únicos que hoy recibirían la censura de los mandamases de la LFP.

Y llegaron los días de derby. Mi primera experiencia en Gijón fue inolvidable. En la burbuja, claro. De aquella, los grupos de policía aún no estaban tan especializados como hoy y tuvieron la ocurrencia de llevarnos por las callejuelas del Coto. La entrada al campo nos trasladó a los tiempos de un concierto de punk en el Rockola. Yo llevaba mi chupa punkera que acabó llena de salivazos como si fuera uno un componente de los Damned o los Stranglers en la mítica sala madrileña. Lo peor, tras un inesperado empate –se suponía que nos iban a masacrar- llegó a la vuelta. Comprendí entonces por qué algunos de los chavales que me acompañaban iban con un caso de obrero de color azul. En las ratoneras de aquellas callejas de Gijón llovían las botellas de sidra lanzadas desde cada esquina por paisanos hechos y derechos. Los policías sólo nos decían que corriéramos hasta que conseguimos alcanzar la estación de tren. Antes de llegar a La Calzada, un señor no uniformado –un policía secreta que parecía controlar todo el cotarro- nos dijo que nos alejáramos de las ventanas. Las piedras retumbaban sobre el vagón en medio de un silencio sepulcral.

El último viaje fue en 1997. El Sporting sumaba una racha catastrófica –estuvo un montón de semanas con el “puntín” y logró un récord negativo de puntos en la Liga- y llegamos en multitud, como nunca, al muro de San Lorenzo. En algunos balcones, algo inaudito, se veían banderas azules. Dely Valdés, que cumplía años el mismo día que yo, hizo uno de los dos goles y regresamos con una inigualable sensación.

Pasó el tiempo y los días, los meses, los años, se convirtieron en una pesadilla. No sólo para mi querido equipo, también para mí. Pero, cuando todo parecía acabarse, llegó el entonces director del diario “El Comercio” Íñigo Noriega y me ofreció escribir de mi equipo, del Real Oviedo. Fueron cuatro años maravillosos, un ascenso y la sensación de reengancharse a algo que ya creía perdido. Hoy estamos aquí: vivos, dispuestos a disfrutar de nuevo un encuentro de la máxima. Con esperanzas y con la fe intacta, como si volviese a sentir lo mismo que aquel inocente niño de siete años que manifestaba su amor azul por encima de los vaivenes del juego.

MANOLO D. ABAD
Publicado en la revista digital "El Cuaderno" el sábado 3 de febrero de 2018.
https://elcuadernodigital.com/2018/02/03/derbi-de-vuelta/

Y mañana nos vemos en Vinx Tv a las 20:45 h.