"EL FRACASÓN"
El burro es burro no porque sea tonto -como pueden llegar a pensar muchos- sino por su tenacidad en seguir erre que erre con lo suyo, con esa idea fija y permanente a la que se agarra para no dar su brazo a torcer. El burro podrá acabar deslomándose por un precipicio aunque haya quien tire de él en dirección contraria para intentar salvarlo. El burro es burro por su insana testarudez que lleva a gala, con un orgullo que, la mayoría de las veces, no es más que la soberbia de aquel en quien anida algún tipo de complejo oculto, guardado con vergüenza y que se desata como el eco de una explosión atómica cuando llegan las dificultades y los problemas. Ante eso, esperen siempre una coz, o varias coces, en el momento más inesperado, a traición y donde más duele. Quizás un mordisco, quien sabe.
El burro es burro porque no sabe administrar problemas, porque tiene mala reacción cuando le sacan de su placidez, o cuando se pierde en un pequeño sendero de una alta montaña. El burro se detiene y se empeña en no dar el paso atrás que la razón solicita. El burro es burro porque prefiere caer por el precipicio antes de reconocer que, quizás, haya podido equivocarse.
"La verdadera humildad no es pensar menos en uno mismo; es pensar menos en ti mismo"
(C.S.Lewis).
El ególatra jamás se equivoca. Ni aunque los hechos le muestren lo contrario. Siempre habrá una excusa a la que agarrarse: que si la culpa de todo la tiene Yoko Ono, que si me odian por ser el estandarte del Barça o por ser de Gijón, que si la caverna (¿o el caverné?) mediática me tiene manía y en su punto de mira... el ególatra -henchido de sí mismo- siempre tendrá un argumento, por disparatado que pueda parecer, al que asirse y continuar con la cabeza alta, mentón elevado, su camino de supuestos éxitos, su lógica del triunfo.
El seleccionador Martínez García pertenece a ese grupo de egocéntricos iluminados a la busca de su personal Eldorado. Como un nuevo y alucinado Lope de Aguirre. Para ello, necesita un grupo de fieles ovejas que sigan sus instrucciones, por disparatadas que puedan parecer, y que lo acompañen hasta allá donde sus fantasías y delirios más ocultos lo lleven: o sea, a un neomanierismo del tiki-taca con casi mil pases (el tiki-nada), la mayoría en un tedioso -por lento e inútil- tránsito horizontal que aburre a todos menos a su ejército de corderitos y a su claque que lo valora como emblema del Barça o de su ciudad natal, como un general que conduce con mano firme a su tropa de ovejitas al apocalipsis final. El apocalipsis llega en forma de récord en la tanda de penalties y el iluminado seleccionador Martínez García sonríe como Nerón cuando incendió Roma: observando, satisfecho, cómo todo se destruye gracias a su gran capacidad aniquiladora.
En Gijón, la ciudad natal del seleccionador Martínez, hay muchos lugares que terminan en "-ón": el Molinón, la Escalerona, la Iglesiona... de ahí que "El Fracasón" me parezca el título más adecuado para definir este triste trayecto mundialista de su mano.
Vi el partido con lo que me queda de familia cercana: mi hermana, mi cuñado y mi sobriahijado. Tras el primer penalty fallado, mi sobriahijado hizo amago de irse. Se quedó -mirando por el rabillo del ojo- cómo se consumaba el desastre antes de ir a encerrarse a su habitación después de golpear las paredes y ser reprendido por su madre. Tiene quince años y traté de decirle que yo, con su edad, ya había tenido oportunidad de haberme comido dos fracasos: el de Argentina´78 y el de España´82. Incluso, cuando, con seis años, me aficioné a esta pasión por los Mundiales de fútbol donde ni siquiera participamos (Alemania´74) y me puse del lado de Holanda, perdón, Países Bajos. Que tenía cuarenta y dos cuando pude ver ganar el título (y celebrarlo como merecía) a una generación compacta, de paisanos -como decimos en Asturias-, no de ovejitas dirigidas por un ególatra insensato y autocomplaciente. Que a él aún le queda tiempo para poder vivir eso y que, quizás, vistas las manos en las que estamos y el nulo carácter de unos jugadores reducidos a balar en torno a un déspota iluminado, es más que probable que yo no pueda volver a vivir. Me fui, con prisa, porque arrancaba el partido de mi equipo -el Real Oviedo- frente al que, supuestamente, es el mejor conjunto de la Segunda División -la U.D. Las Palmas- y pude congraciarme, de nuevo, con el fútbol al ver cómo jugaban los míos, los de azul, esos que nos han acostumbrado a sufrir y a saber perder y ganar, como bien cantó otro oviedista de pro como mi querido Pablo Moro.
MANOLO D. ABAD