-Tu rastro se difumina entre
seudónimos en los años 70, unos años difíciles, ¿no?
No reniego de aquella época. En
absoluto. Hice un acuerdo, que me interesó muchísimo, con Armin Dietrich, el
productor suizo, que me contrató por tres años para hacer una idea que él tenía
con respecto a la producción A y B. Me dijo: “Yo creo que eres un buen director
y quiero que hagas películas conmigo. Te propongo que hagamos dos o tres B al
año, eróticas o de terror, y una con intención de que sea mucho mejor”. Y así
fue: hicimos “Jack The Ripper”, “Cartas de amor de una monja portuguesa” y el
tercer año íbamos a hacer “Guayana Man”, que era una historia de Jean-Claude
Carrière y mía que iba a hacer Klaus. Con Carrière había hecho “Miss Muerte” y
“Cartas boca arriba”, además de alguna historia corta… Entonces, ahí es donde
se llevaron a Klaus a Hollywood, el proyecto se fue dilatando… Dietrich me dejó
mucha libertad, de esa época tengo muy buen recuerdo, tengo tres o cuatro
películas que funcionan, hay una película que la están pasando en Alemania, que
la ha pasado la televisión alemana en los últimos meses cuatro veces, que es
“Blue Rita”. Esa película era de las baratas, pero me parece una de las mejores
películas que he hecho en mi vida. Eso no quiere decir nada, hablo de mí. La he
vuelto a ver hace un año, una cosa así, y sigue vigente.
-Los juicios sobre tu obra pasan
de los extremos: del todo a la nada.
De ninguna manera quiero
compararme con John Ford, pero tengo una entrevista que le hicieron en Cahiers du Cinema en que le dicen que ha
hecho varios westerns. “Sí, muchos”, contesta, pero le dice al periodista:
“¿por qué me dice usted esto?”. Y le responde: “Porque algunos son obras
maestras”. “Bueno, eso lo dirá usted, ¿a usted cuál le parece mi obra
maestra?”. “My Darling Clementine”. “¡Ah! ¿Dice usted que es una obra maestra?
Pues, muy bien, encantado”. Yo digo un poco lo mismo. John Ford le dice en esa
entrevista, al final: “Mire usted, cuando un director decide hacer una obra
maestra, le sale una mierda”. Uno debe poner su corazón, su energía, en hacer
la película que está haciendo y hacerla. Ya dirá la gente si le gusta, si es
buena, es mala o qué es.
-El personaje que interpreta John
Travolta en “Cómo conquistar Hollywood”, tras ver “Sed de Mal”, comenta que es
el ejemplo de cómo un autor con el orgullo suficiente puede convertir un
encargo en una obra maestra. Por su propio orgullo.
Conozco muy bien la historia de
“Sed de Mal”, me la contó Orson Welles. Un día le dieron el oscar a Henry
Mancini por “Sed de Mal” y yo le dije: “Eh, a tu músico le han dado un oscar”.
“Mi músico, ¿qué músico?” Henry Mancini por “Sed de Mal”. “Esa no es mi
película, no la admito como mía”. Porque el hijo de puta de Robert Parrish,
hijo de puta que lo amaba casi de una manera enfermiza, se metió a hacer la
sonorización y el montaje definitivo, porque la Metro largó a Orson. Y Robert
Parrish se ofreció gratis a terminarla para que no cayera en manos extrañas y
para hacerlo lo más fiel posible a Orson y yo se lo dije en aquel momento.
Robert Parrish estuvo cojonudo, e incluso la elección de Mancini. Orson a
callarse, la música de Mancini es estupenda.
-El proyecto de “Don Quijote” de
Orson Welles que retomaste, fue otra aventura, ¿no?
No, esto no fue una aventura. Yo
fui un contratado. La Junta de Andalucía estaba preparando algo especial de
homenaje a Orson por lo del 92. Decidieron que lo mejor sería si se podía
terminar “Don Quijote”. ¡Imagínate la cantidad de gente que quería hacerlo!
Hablaron básicamente tres personas: el que iba a ser productor ejecutivo (Patxi
Irigoyen), la última mujer de Orson y, luego, por razones misteriosas, Peter
Bogdanovich, porque había sido muy amigo de Orson y por no sé qué quería estar
en el proyecto. Me llamaron y, para empezar, había que localizar el material de
Orson Welles y si yo sabía dónde… Dije que creía saber algo, pero que Orson no
me había encargado para nada de todo eso. Me dijeron: “Vamos a hacerte un
contrato que consiste en que te pegues un viaje donde debas que creas que debas
ir, para buscar ese material; una vez que lo tengas, nos digas cuánto hay y si
tú consideras que con ese material se puede hacer una película”. Hice eso, pasé
unas aventuras magníficas y encontré, por fin, 120.000 metros, o sea, más de
todo lo que Orson hubiera rodado ahora. Hubo que reemulsionarlo, limpiarlo,
buscar un laboratorio que pudiera dar unidad a ese material que venía de
Hollywood, de Londres, de Milán, de Roma, de diez laboratorios diferentes. En
Milán estaban a punto de destruirlo. A todos estos laboratorios él les había
encargado revelar, positivar, pero no había pagado la cuenta nunca. No había
pagado nunca nada.
Hice aquellas investigaciones y había una parte muy grande
que no encontraba por ningún lado. Resulta que esa parte, la última esposa de
Orson me dijo que había una mujer que la tenía, era la segunda esposa de Orson,
Suzanne Cloutier, que había hecho una de las tres mujeres que hacen de
Desdémona en “Otello”. Ella es la más importante, pero hay otras dos actrices
más y tienen los primeros planos todas y ni dios ha dudado un instante que sea
la misma actriz… esta mujer no quería darnos el material. Fui a Los Ángeles y
me encontré con la barrera de que esta mujer no quería soltar y, además, se
negaba a verme, se negaba a ver a nadie. Cuando yo, por fin, conseguí con su abogado
un encuentro tripartito, ella llegó, se cagó en la puta madre de la última
mujer de Orson, la llamó puta. “¿Para qué queréis el material de Orson, para
venderlo, para hacer caramelos?”. Por fin, un día, la segunda reunión que hubo
acabó fatal, todo esto era en un chalet de Beverly Hills, me fui detrás de ella
y le hablé en francés. Ahí la
destruí. “Madame Cloutier, je veux vous parler parce que je vous adore…”. Le
dije que la había visto con Marcel Carné y, entonces, ya estuvo humana, normal,
y me dijo que ella no quería dar el material a la última mujer de Orson. Que no
era un problema de dinero, que ella no quería dinero, que había sacado ese
material, que lo había pagado. Que lo único que quería era, que en caso de que
hiciéramos esto, era recuperar lo que le había costado, que ella tenía todas
las facturas, todos los recibos, pero que no quería dárselo a aquella zorra
hija de puta. Algo increíble, no sé qué razones tenía ni me quiero meter en
ellas. Quedamos en eso. Dijo que lo iba a pensar. Me quedaban tres días más en
Los Ángeles y puse una conferencia con los de España para decirles cómo estaban
las cosas, que estábamos jodidos si no nos lo daba, porque ella tenía la mayor
parte del material. Dos días más tarde, estaba en el hotel y me llaman de recepción,
que me estaba esperando una dama, me lo dijo de una manera como de “una que
está cojonuda”. Beverly Hills está lleno de hispanoparlantes, el director del
hotel era uno de Puerto Rico… Depende quien fuera, me hablaban en inglés o en
español. Le pregunté quién era la dama y me respondió: Me ha dicho que es
Madame Ustinov”. Bajé y ahí estaba una mujer de unos cuarenta años, bellísima y
elegantísima, de puta madre, comprendí lo de “dama”. Me dijo que era la hija de
Madame Cloutier, que al año de divorciarse de Orson se había casado con Peter
Ustinov. Me dijo que venía en nombre de su madre, que había reflexionado y que
me daba el material. Con dos empleados del hotel estuvimos transportando cajas
y cajas de una furgoneta grande, llena de material. Había un verdadero tesoro,
que se lo había dado a Suzanne Cloutier en Milán porque había dos
posibilidades: dárselo si lo pagaba o destruirlo. Lo compró por respeto a Orson
y lo llevó a su casa, en Beverly Hills, en un chalet pequeñito y lo puso en el
garaje. Luego, pensó en cuidar el material y, fíjate lo que hizo, lo puso como
si fuera porcelana de Limoges, entre pajilla, que es lo peor. Ahí sí había
material y pasó a ser propiedad de la Junta de Andalucía, la Filmoteca española
y el Ministerio de Cultura. Y la hicimos.
MANOLO D. ABAD