La había conocido -en el sentido bíblico- durante una de ellas y la perdí en otra en la que conocí -también en sentido bíblico- a su mejor amiga; que en realidad no lo era. El oleaje del alcohol funciona de esa manera, a veces nos trae pequeños tesoros, caracolas, botellas con mensajes de la otra orilla y otras latas abolladas, botas despanzurradas, alquitrán...
Aquello había sucedido hacía mucho tiempo. Ahora tenía treintaytantas primaveras como balas de plomo alojadas en mi corazón y Ione era una de ellas, pero nunca supe si quedó alguna muesca en el suyo. Sólo que lo superó con la cabeza alta, restañándose ella misma la herida, comprendiendo que no se merecía a un julai como yo.
Tal vez sí sabía por qué me había acordado de ella. Ione se parecía mucho a mi vecinita. Todo el mundo pensaba que era una mosquita muerta. Yo mismo lo creí hasta que nos acostamos y ella se comportó de aquella manera tan enérgica y desinhibida. Con cada una de mis embestidas sentía como si le arrebatara, hiciera añicos su secreto, aquella fuerza que guardaba celosamente en lo más recóndito de su interior para cuando fuera imprescindible. En un mundo de apariencias Ione me mostraba su excepcionalidad: ella no derrochaba energías para defenderse de las cosas triviales, prefería pasar desapercibida, ser incluso infravalorada, pero cuando había que dar la talla tampoco se rajaba, no se escondía ni traicionaba a los demás, como hacían muchos que por el contrario iban por la vida pisando fuerte. Ione era noble, podía parecer una mosquita muerta pero también te zumbaba en los oídos cuando la mierda se amontonaba alrededor, y quizás eso sólo lo sabía ella, era su aliento vital, que entonces en el asiento trasero de su buga expulsaba cada vez que yo se la metía. Y, sin embargo, no supe darme cuenta, yo también la menosprecié.
Patxi Irurzun. "Ajuste de cuentos". Eclipsados, 2008.