jueves, 8 de abril de 2010

Un ciego con una pistola

Al primero que reclutaremos será a Jesús. –Alzó la mano para impedir interrupciones- . Sé lo que me diréis. Me nombraréis a otros negros, más famosos y con más seguidores que yo, que utilizan a Jesús. Diréis que ha sido una costumbre, un hábito de nuestro pueblo, durante años, invocar a Jesús para todo: la comida, la salud, la justicia, la misericordia o lo que sea. Pero hay dos diferencias. Ellos invocaron al Jesús blanco. Casi siempre imploraban misericordia. Sabéis que es verdad. Sois todos hombres de traje. Todos predicadores. Todos culpables del mismo pecado. Pedir misericordia al Cristo blanco. Para resolver vuestro problema. Para poneros contra el hombre blanco. Y lo único que os dice es que mostréis la otra mejilla. Creéis que os dirá que devolváis la bofetada. Él también es blanco. Los blancos son sus hermanos. Los blancos le crearon, en realidad. ¿Creéis que se pondrá de vuestro lado en contra de sus creadores?¿Qué clase de pensamiento es ése?

Los predicadores se rieron, nerviosos. Pero le escuchaban.

-Te escuchamos, general Ham…, tienes razón… Hemos rezado a un falso Cristo… Ahora rezaremos al Jesús Negro.

-Igual que vosotros, negros –dijo con sorna el general Ham- . Siempre rezando. Creyendo en la filosofía del perdón y del amor. Tratando de ganar con el amor. Es la filosofía del Jesús blanco. No sirve para vosotros. Sirve solamente para los blancos. Es el hijo del blanco. Los blancos la inventaron, igual que inventaron al Jesús blanco. Dejaremos también de rezar.

Un silencio impresionante siguió a su declaración. Después de todo ellos eran predicadores. Rezaban antes de comenzar a predicar. No sabían qué decir.

El predicador joven habó el primero. Era lo bastante joven como para probar cualquier cosa. El viejo estilo de prédica no había servido de mucho.

-Usted nos guía, general –dijo de nuevo, no temía el cambio-. Dejaremos de rezar. ¿Qué haremos entonces?

-No pediremos al Jesús Negro ninguna misericordia –declaró el general Ham-. No le pediremos nada. Simplemente lo cogeremos y lo daremos de comer a los blancos en vez de la otra comida que les hemos llevado a su mesa desde que el primero de nosotros llegó como esclavo. Hemos alimentado a los blancos durante todos estos años. Sabéis que es cierto. Engordó y se hizo próspero con la comida que le dimos. Ahora le daremos de comer la carne del Jesús Negro. No es necesario que os diga que la carne de Jesús es indigesta. Ni siquiera han digerido la carne del Jesús blanco en estos dos mil años. Y la han comido cada domingo. La carne del Jesús Negro es mucho más indigesta. Todos saben que la carne negra es más dura de digerir que la blanca. Y ésa, hermanos, ¡ES NUESTRA ARMA SECRETA! –gritó, dejando saltar la saliva-. Así combatiremos al blanco y le golpearemos finalmente. Le alimentaremos con la carne del Jesús Negro hasta que muera de una indigestión, si no se muere ahogado antes.

Los predicadores más viejos estaban escandalizados.

-No está hablando del sacramento, ¿verdad? –preguntó uno.

-¿Fabricaremos hostias? –preguntó otro.

-Lo haremos, pero ¿ahora? –preguntó el predicador joven.

-Desfilaremos con la estatua del Jesús Negro hasta que los blancos vomiten –dijo el general Ham.

Con la imagen del Jesús linchado que colgaba en la entrada, los predicadores vieron lo que quería decir.

-¿Qué necesita para desfilar, general? –preguntó el joven predicador, un tipo práctico.

El general Ham apreció su pragmatismo.

-Participantes en el desfile –replicó-. Nada puede ocupar su lugar en un desfile –dijo- excepto el dinero. De modo que si encontramos algunos que desfilen tendremos dinero y los compraremos. Tú serás mi segundo comandante, muchacho. ¿Cómo te llamas?

-Soy el reverendo Duke, general.

-De ahora en adelante serás coronel, reverendo Duke. Te nombro coronel, Duke. Quiero que dispongas a esos que van a desfilar alineados a la entrada de este templo a las diez.

-No tenemos mucho tiempo, general. Los hermanos están celebrando.

-Entonces convierte el desfile en una celebración, coronel –dijo el general Ham-. Consigue algunos estandartes que digan "Jesús amado". Reparte vino dulce. Cantad Jesús Salvador. Lleva algunas chicas de la calle. Diles que las quieres para bailar. Preguntarán para qué baile. Diles que es para el baile. Adonde van las chicas, van los hombres. Recuérdalo, coronel. Es la primera norma del desfile, ¿me entiendes?

-Le comprendemos, general –dijo el coronel Duke.

-Entonces os veré a todos en el desfile –dijo el general Ham y se fue.

Fuera, en la Calle 116, un Cadillac Coupé de Ville descapotable, adornado con metal amarillo que los transeúntes negros que pasaron por allí creyeron oro, estaba aparcado junto al bordillo de la acera. Una mujer blanca, rolliza, con cabello gris teñido de azul, ojos verdes y nariz chata y ancha, luciendo un vestido descotado de chiffon naranja, estaba sentada al volante. Del vestido sobresalían unos enormes pechos rosados como hinchados por el calor, y que descansaban sobre el volante. Cuando el general Ham se acercó y abrió la portezuela de su lado, ella miró alrededor y le sonrió con una sonrisa que iluminó la noche. Sus dos incisivos superiores estaban coronados de oro brillante con un diamante en el centro.

-Papá –saludó-. ¿Por qué te demoraste?

-Estuve cocinando con Jesús –ceceó él, acomodándose en el asiento junto a la mujer.

Ella rió. Era la risa de una mujer gruesa. Sonó a burbujas calientes. Se abrió paso delante de un autobús y bajó por la calle atestada de gente, como si los negros fueran invisibles. A su paso, todos salían pitando.

Chester Himes. "Un ciego con una pistola". Bruguera, 1978.